viernes, 8 de junio de 2012



A los 80 años, mi abuela decidió irse a vivir a una residencia. Cansada del insoportable vacío de un hogar sin la presencia de mi abuelo, hizo las maletas, reunió a sus hijos y se despidió. Así, sin más. La abuela Nuria siempre fue muy resuelta, y había decidido regresar a España, donde nació y de donde emigró por amor rumbo a un Berlín lacerado por un muro de ignominia.

Yo la miraba risueña, divertida ante los aspavientos de mis tíos y la tensión que creaba su poder en aquella vieja casa. "Esto es para tí", me dijo, ofreciéndome una caja de latón amarilla y descascarillada.
"Toma lo que quieras, y el resto lo tiras".
Tomé aquel tesoro con sumo interés. En su interior había varios sobres amarillentos repletos de fotos familiares. Ante mis ojos desfilaba mi propia vida en imágenes: mi primera bicicleta, mi examen en el conservatorio, mis primeros bocetos, la graduación en Bellas Artes... todo estaba allí preciosamente guardado. Pero lo mejor estaba por aparecer. De uno de los sobres asomó tímidamente una pequeña acuarela. Una mujer joven, de pelo largo y rubio posaba desnuda de cintura para arriba. Sin pudor, con naturalidad, como si llevase toda la vida mostrando sus pechos. El sombrero azul delataba unas vacaciones en Mallorca. El autor de aquella obra había sido mi abuelo, en esos días de juventud insultante en los que la vida se antojaba sencilla.
Me reconocí en sus ojos, en su pelo, en la balbuceante técnica del artista y me estremecí al pensar que un cuadro similar colgaba, con mi firma, de la mejor galería de Nueva York.

Carmen V.F.

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