viernes, 8 de junio de 2012



Andres Cuenca, “el bandolero” miraba fijamente, con los ojos levemente llorosos, la salida a hombros de los tres matadores. Triunfadores los tres en la corrida estrella de San Pedro Regalado, mientras robaba caladas a la tenue colilla, recogida en su último hálito de vida del suelo.
No se movió de la esquina de la plaza con el Paseo de Zorrilla, cuando pasaban las furgonetas que llevaban a los risueños matadores y feliz cuadrilla al hotel a las puertas del Campo Grande, en aquella esquina “veía” todas las corridas, su oído entrenado para distinguir las ovaciones y los silencios, los éxitos y los fracasos.
La última furgoneta, que “el bandolero” distinguió como la de Sergio Martín, el ídolo local, afincado en lo más alto del escalafón por tercera temporada consecutiva, paró a su lado, acogotada por los aficionados que solicitaban una foto firmada de su héroe, que la cuadrilla repartía, con alegría apenas contenida, ebrios de triunfo.
Sergio Martín, mientras, descansaba en el asiento trasero, alejado del bullicio de su cuadrilla, mirando sin ver a la gente que se arremolinaba a su alrededor, sabiendo que nadie le veía a través de las lunas tintadas. Sin embargo, hubiera jurado que aquel hombre le miraba fijamente, aquel hombre con ojos levemente llorosos, robando caladas a la tenue colilla, con aquellas enormes, feroces patillas que le daban cierto parecido con los bandoleros de Curro Jiménez.Se incorporó rápidamente y se acercó hasta la luna tintada hasta rozarla con la nariz, intentando ver mejor a aquel hombre, cuando un escalofrío le hizo volverse rápidamente atrás, a la seguridad de su refugio del asiento trasero.
A Sergio Martín, el ídolo local, afincado en lo más alto del escalafón por tercera temporada consecutiva, adorado por la afición, le entró un escalofrío cuando aquellos ojos levemente llorosos, le enviaron una muda reprimenda, un recordatorio de que se debía a su afición,´que probablemente gastó lo que no debía para verle, debido a la crisis, que era a él y no a sus banderilleros a quien la multitud quería ver, tocar, escuchar y, rápidamente, avanzó un paso, recogió una de sus fotos firmadas y se dirigió a la esquina para dárselo a aquel hombre,.
A Andrés Cuenca, “el bandolero”, le paró la furgoneta a un metro escaso de donde estaba, y, durante un segundo, le pareció ver en la tintada luna un rostro joven, risueño, cansado, orgulloso.
Cerró fuertemente los ojos, levemente llorosos, por efecto de aquel humo del demonio (¿qué sería aquello?) y cuando los volvió a abrir, vió en la luna tintada un rostro viejo, arrugado, casi enterrado entre unas enormes, feroces patillas, por las que le pusieron el mote entre los del gremio, que una vez soñaron con verle en la cumbre. Triste, tiró la colilla que, sin filtro, apuró hasta casi quemarse (mierda de tabaco, hasta mareado estoy), y se perdió entre la multitud camino a la pensión, a suplicar a Dora, su casera, una noche más en cama caliente.

Leandro Martínez Arribas

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